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Música

sábado, 27 de febrero de 2010

Placeres y disgustos de la montaña (I)

La lluvia repiqueteaba contra los cristales de aquella humilde casita, y Max Díaz, amante de la música y del silencio, se asomó a la ventana. Esa tormenta de la que tanto se habían percatado días antes los habitantes de la parte baja del pueblo esta tornándose cada vez más oscura y aterradora. Aun así, el entorno en el que se decidió construir la casa seguía pareciéndole onírico. La hierba del prado desprendía un fulgor verdoso, y aumentaba a medida que se acercaa a la gran roca de la que manaba agua ininterrumpidamente, clara, brillante y casi mágica. A los pocos pasos, un frondoso bosque, brumoso y de tonos verdáceos y marrones, se iba enrevesando cada vez más, entre raíces, ramas, musgo y altos árboles. Al contrario, si se andaba un poco más, se llegaba al acantilado, vallado, desde el cual se accedía al camino, al pueblo bajo y, de esa forma, a la civilización. Tal vez el estar lejos de aquellos pueblerinos hospitalarios, pero bobos, era lo que más gustaba a Max.
Decidió encender el fuego y se recostó en su mullida butaca de color escarlata. El fulgor rojizo de las llamas ilumaba su estantería favorita, abarrotada de artilugios mágicos, libros y fotografías autografiadas; barjas trucadas, no trucadas, tirajes, bolsas para palomas, aros chinos, y pañuelos, muchos pañuelos. En efecto, Max era un aficionado a la magia. Descubrió ese arte a la temprana edad de siete años, y la retomó con mayor dedicación cuando heredó aquella casa de sus abuelos, y llevaba dedicando casi veintisiete años a ese enigmático arte.
Del gramófono, aquella música tan aquietante de Claude Debussy, un "Nocturno", comenzó a surtir en Max su efecto mágico y cerró poco a poco los ojos. El ruido de la tormenta acalló, y todo se sumió en la oscuridad, en el más profundo silencio.

De repente, la contraventana chirrió, se agitó y cayó estrepitosamente. Lo muebles temblaron, las paredes rugieron y la estantería escupió todos los libros de golpe. Max continuaba dormido, y esa estraña fuerza del exterior la hacía sentir mucho más cobijada en su casa. Pero de las tripas de la montaña surgió un aturullante temblor, y Max despertó de su sueño placentero, y se vio en la situación en la que estaba inmersa hasta arriba: las paredes, finas, no parecía aguantar mucho el temporal, bastantes tejas caían sin para, y la mayoría de las ventanas estaban rotas, y un viento ensordecedor entraba por ellas. Max, asustado, cogió su mochila, algunos objetos queridos y libros, lápiz y papel. Y unos cuantos artilugios mágicos; una baraja, unas bolas, y unos pañuelos. De repente, las paredes se derrumbaron, el techo se desplomó y todo quedó por los suelos. La brasas de la chimenea se apagaron. Miró hacia el cielo, cubierto de nubes, gris y comenzó a lloviznar. Max se dio cuenta de que estaba sumido en la más profunda miseria, y no solo eso, sino que, al dirigirse al camino hacia el pueblo, para pedir ayuda, se dio de bruces con el terrorífico problema; grandes rocas se habían amontonado en el camino y la bajada era imposible. Estaba solo. Atrapado. Sin nadie. Avocado al olvido.

Se dio cuenta de que la única solución era marchar hacia el norte, y a la cima de esa montaña. Tal vez no le gustaría lo que encontrara allí, pero era la única solución para encontrar otra salida. Correteó hasta la boca del bosque verde, verdosísimo y oscuro. Echó una última mirada a su casa, y se adentró en el bosque.

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