Desde que se adentró en aquella profunda oscuridad neblinosa, Max no había hecho más que tropezar y clavarse espinos. Parecía que, al conjuro de la naturaleza, éstos se disponían bajo sus zapatos y piernas, causandole poco dolor, pero, con lo otros veinte con los que se había topado, empezaban a causarle bastante molestia y menos aprecio del que solía tener por la naturaleza, pues se quitaba estos incómodos arbustos a golpe de rama.
Cuando pensaba que ya había conseguido acostumbrarse, tropezó con el musgo de una piedra y cayó de bruces al suelo, profiriendo un insulto. Ya en el suelo, oyó cómo los matorrales se movían. Asustado, se puso de pie y se preparó para un posible golpe. Pero no fue así. Una niña, no de mayor altura que un taburete, se zafó de los cardos con una facilidad asombrosa y corrió hacia Max, cogiéndole la mano:
-¡Señor!¡Señor!¿Está bien, señor?
-Sí, sí, no te preocupes, niña...y ¿cómo que "señor"?
-Perdón, señor.
-¡Joven!
-Lo siento, es que oí una palabra muy mala y corrí a ver quien estaba aquí.
-Perfecto...un momento...¿y tú que haces aquí tan sola?
-Estaba tocando el clarinete.
-¿Tocas el clarinete?
-Sí.
Se quedaron un momento en silencio, y luego la niña dijo:
-Seguro que quieres ir al pueblo. Sígueme.
Y le siguió.
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